Un camino entre membrillos y recuerdos
Que el paisaje, el coche, la música y la cámara de fotos son mis cuatro armas para oxigenar lo bueno y lo malo, lo he contado muchas veces.
Salir a buscar respuestas -o tranquilidad o ideas- empachando los sentidos, obligando al cuerpo a dar algo más, sacando por la boca -a pleno pulmón- estrofas impecables, captando para siempre una imagen de la que tirar en caso de pánico repentino y asociar un esfuerzo a una mejoría, es para mí la terapia perfecta.
Hace pocas semanas, cansada y muy dolida desde mi alma más superficial hasta la más profunda, salí a recorrer algún lugar: daba igual cuál y daba igual dónde.
Y la casualidad, ayudada por mi empeño en no parar nunca el coche demasiado pronto, me llevó a pasear entre membrillos y a anclar y curar mi inquieto pensamiento en los recuerdos de una época dulce, en la que vivía rodeada de mucho cariño y una compañía exquisita e irrepetible.
Durante muchos años -y unos años clave-, cada otoño los membrillos se hacían protagonistas de un tráfico de cariño y ternura impactantes para mi corazón medio hecho; se volvían el hilo conductor de historias humanas, de intercambio de emociones, recuerdos y secretos de familia que no se daban en ningún otra momento del año, ni siquiera en Navidad.
Recetas que, con apariencia de dulce de membrillo, acercaban, reponían y curaban; unían corazones y sacaban a la luz emociones viejas y nuevas. Todas ellas coincidían en ingredientes, cantidades y modo de preparación: kilo de atención por kilo de cariño y rehogar con constancia y paciencia hasta el año siguiente.
Una vez más, gracias al azar o el empeño, he vuelto neutralizar mi desasosiego entre membrillos, que además, me han dejado un sabor y una sonrisa dulces al pensar en el futuro y en todas mis almas.
Una vez más, gracias al azar o el empeño, he vuelto neutralizar mi desasosiego entre membrillos, que además, me han dejado un sabor y una sonrisa dulces al pensar en el futuro y en todas mis almas.
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