FLOJERAS


 Andamos, Gus y yo,  con una flojera compartida y a destiempo. Despistados por el frío que ha vuelto a quebrarnos los huesos, desganados por el resto de un virus que no terminamos de aplacar  y confusos,   muy apenados mirando al Este y escuchándolo.

Las sábanas no son el mejor sitio para recuperarse de un bajón y mucho menos, si anda por el medio el ánimo enredándolo todo: la primavera no deja de estar a la vuelta de la esquina, eso es así.

Parece mentira, como mis picos arrastran a Gus. Él se pega a mí, se acomoda  y espera pacientemente a que llegue el momento de la normalidad. Espera quietecito y aportando calor y paciencia.

El cerebro es un personaje del que no me fío, al menos del mío. A veces,  creo que juega en el equipo contrario y que mis leves victorias son a pesar de él, lo que supone una trabajera que te deja en el chasis. Él tiene vida propia y por desgracia y a menudo, no se parece en absoluto a la mía, la que quiero y por la que peleo cada décima de segundo. 

Flojera física y mental, arrastrando unos años raros a los que se suman lo inesperado y la vida que sigue arañándonos las fuerzas. Mi fortuna es que no me pasa nada. A mi no me pasa nada, pero tengo que pelear con el ocupa de mi azotea, pactar cada día y como resultado, un cansancio pegajoso e infinito... que las sábanas neutraliza y del que me defienden sin perder más calor del que ya he perdido este año de fríos y hielo.

Pero no, no es un escudo para todos los días, ni un respiro habitual. De vez en vez, de año en año, un día de no hacer, de no hablar, de no descolgar los teléfonos, de analizar en pijama, de no contestar más que a tus propias preguntas directas, razonables y sanadoras y de sacar, releer y actualizar el manual de supervivencia que con los años te ha ido construyendo y que es infalible.

Me recuerda a esos mapas de previsión del tiempo en los que te explican cómo el anticiclón bloquea a las borrascas.  Pues eso.

Lo del frío, lo tengo más difícil. ¡Qué año, por favor!




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